
CAÑÓN DEL PARAÍSO
[tg_header title=”” subtitle=”EN EL ESTADO DE QUERÉTARO”]
Tan pronto llegas al paraíso comienza la magia de la naturaleza… Tomamos la “avenida del río”, y lo digo literalmente: el río se convierte en calle. Después de seguir las peculiares indicaciones para llegar a la entrada del cañón: “llegando al puente ‘colgante’ verde hay que ir a la izquierda por la terracería hasta el puente ’colgante’ rojo y hasta la cabaña de Don Crisósforo”. Ahí dejamos el auto para adentrarnos en una de belleza natural de México: el Cañón del Paraíso.
Paredes imponentes se levantan a cada lado y se funden en la distancia. Son como dos brazos que invitan, en protector abrazo, a internarse en un mundo asombroso. El agua cristalina y templada por el sol apenas cubre media pierna. Conforme avanzamos las paredes nos envuelven aún más. Aquellos brazos que nos dieron la bienvenida se visten de gala: están hechos de auténtico mármol negro, desde el suelo hasta su cima.

De pronto una cueva con el único árbol dentro del cañón, como una pieza de joyería fina en su oscuro atuendo marca la mitad del trayecto. El resto transcurre entre pozas, formaciones de lava milenaria y decenas de vericuetos; paisajes pocas veces vistos, que dan la sensación de estar en otro mundo, que es mitad agua y tierra ataviada de mármol, y mitad cielo.
Después de tres horas de caminata decidimos regresar. Es la misa ruta, ahora a favor del río. Los paisajes son conocidos pero se transforman con el ángulo de las sombras antes a nuestra espalda. Vericuetos, cueva, árbol, represa: estamos de vuelta en el lecho del río, felices y asombrados. Tomamos un camino alterno entre milpas para descubrir cómo el río da vida a otro paraíso casi selvático y, así entre árboles de plátano, aguacate, limón y mango, habiendo comido sus frutos salimos por nuestros propio pie, sin que nadie nos expulsara, del paraíso.
